martes, abril 25

Shon ...


Shon … Shon … tu vida siempre fue un calidoscopio de alegría y bienestar.

Hasta unos minutos atrás, cuando Sheila abrió la puerta de su cuarto.

Te avisé un rato antes de que ella subiera, emitiendo silbidos intermitentes. Pero no me hiciste caso. Estabas muy entretenido con esa morena.

Tu esposa había estado un buen rato jugando con tu hijo, abajo, en la casa de tu madre. Seguramente subió para despedirse de ti, antes de regresar al trabajo.

Sí, eso fue lo que pasó. Subió a tu estudio. Pero no había nadie. Es probable que se haya entretenido con las bonitas flores y los pequeños muñecos de cristal, que allí guardas.

Puedo imaginarla, jugueteando con ellos, alegre y despreocupada, como siempre. Pero llamaron su atención ecos extraños, sonidos de voces apagadas, provenientes del cuarto de al lado, el de ustedes. Bastante insólitos si te encontrabas solitario (pero ... ¿estabas solo?)

Era inevitable que ella entrara al cuarto, su dormitorio, sin sospechar lo que allí iba a encontrar: su amado Shon con una joven morena, muy bonita por cierto (¿no te lo había dicho? Siempre me he preguntado dónde consigues mujeres tan bellas … aunque ninguna supera a Sheila, deberías cuidarla más. Llevas, casado con ella ¿cuántos años? ¿6 o 7? … Me temo que no cumplirán un nuevo aniversario).

Estabas con ese primor de cabello oscuro (¿fue la que conociste anoche, en tu recital del Soho?). Ella bajo las sábanas, asomaba sólo su cabeza. Se vislumbraba desnuda, a juzgar por el contorno que dibujaba su cuerpo envuelto por la seda verde de tu cama. Tú … a medio vestir (¿o debo decir desvestir?) apoyado en el labrado enrejado metálico, a los pies del lecho, con tus pantalones por todo atuendo.

A juzgar por la expresión de tu rostro y el rubor que envolvía el de la joven de cabello oscuro, era evidente que estaban disfrutando de un momento muy íntimo.

(momento que no debería haber existido, porque ¿cuántas veces te he dicho que debes cuidar lo que amas mientras tengas oportunidad de hacerlo?)

Me desgarró ver cómo Sheila se llenaba de furia, incontenible rabia loca … querría golpear, sacudir, hacer lo que fuera para revertir el instante.

Pero decidió mejor salir huyendo.

Lo hizo velozmente.

Atravesó la puerta, lanzándose escaleras abajo, como en una carrera demente.

Mientras, tú luchabas por abrochar la hebilla de tu cinturón y corrías a seguirla.

Justo a tiempo para ver cómo tu hijo salía de la casa de tu madre, seguramente atraído por el bullicio. Gritaba “¡es la voz de mamá!”, sólo para verla rodando a todo lo largo de ese tramo de escaleras.

Por más que te esforzaste en revivirla, por más que tu hijo sollozara a su lado, su muerte parecía irremediable.

(cuidar lo que amas … durante el tiempo en que puedes hacerlo …)

Quiebra mi inefable corazón el verte ahí, sentado en el peldaño superior de la escalera, apoyado sobre tus rodillas, hecho un ovillo humano, completamente descorazonado, sollozando.

Tu mirada perdida en la nada.

Muchas personas entran y salen: enfermeros, médicos, policías. Sin resultado alguno.

… … …


Te veo deslizarte, casi reptando, procurando con esfuerzo ese último escalón que te separa de la puerta de tu cuarto. Parecería que el impulso para abrirla es torpe.

La morena no comprende tus murmullos, pero adivina la circunstancia. Interpreta que su presencia da igual, no hace ninguna diferencia.

Al irse, hace que te sientas todavía más solo.

Pero sientes el alivio de no tener que recordar de manera continua la causa de tu dolor. (Cuidar lo que amas … durante el tiempo en que puedes hacerlo …)

Tal vez para alejar esos sentimientos de derrota que te inundan, te veo buscar, con la mirada y con las manos, como procurando un salvavidas que sólo existe en tu mente.

Tomas la foto de Sheila, que te mira desde tu mesilla. La tuya la miraba desde su lado de la cama. Aspiras con dificultad ese aire de brumosa melancolía que ha cubierto toda la casa.

Te invaden las lágrimas, sollozos contenidos. Tratas, inútilmente, de explicarle a ese retrato cuánto la amas, lo solo que te estás quedando. En vano le pides perdón por tus desaciertos.

Ya no tiene remedio… todo es inútil.

Tu madre entra a consolarte. Como lo ha hecho desde que eras niño, acaricia tus renegridos cabellos, te abraza a su pecho, buscando consolar la pena que no tiene alivio.

Sus palabras resuenan sin eco, como sordas, añicos que se adhieren a ti, tu piel, tu resquebrajado corazón … La tía Meg cuidaría al pequeño el tiempo que sea necesario … Ya todo está arreglado en la funeraria … Ponte el traje negro, ese que …

Voces y movimientos amortiguados. ¿Cómo puedes soportar tanta congoja?

… … …

Sentado en la entrada, mirando sin ver el resquicio de ese vestíbulo. Ni siquiera te atreves a atisbar la caja a tu derecha, en el otro extremo de la habitación. Ese ataúd que ahora es la morada de su cuerpo.

¿Qué estarás pensando? ¿Te preguntarás por qué te fue arrebatada siendo tan joven?

Sí, tienes razón. Es más fácil entender la muerte a medida que la persona envejece. Pero Sheila ni siquiera había alcanzado a completar su primer tercio de vida.

¿O estás pensando en el futuro? Un futuro que no atinas a vislumbrar, en el que tú y el pequeño tendrán que compartir lo único que ella les dejó: la soledad.

Comienza a llegar la gente.

Vuelvo a avisarte.

No me escuchas.

No te importa.

Da inicio la interminable sucesión de … ¿te parecen cadáveres? … que te abrazan, pretenden consolarte con caricias, besos y palabras huecas.

A juzgar por la fila abundante de jovencitas que allí se encuentran, parecería que la noticia se ha extendido como reguero de pólvora, y están aquí, listas a ofrecerte su consuelo, con la esperanza de que les pidas algo más.

Tampoco les prestas atención. Pero cuando tu vista recorre la concurrencia, se detiene en ese hombrón pelirrojo y ya maduro: la persona que Sheila eligió como su padre, aún antes de emigrar de América.

Te veo acercarte, sin prisa, con esfuerzo. Lo abrazas, como intentando aliviar tu pena con ese apretón.

Responde con la misma efusión, pero no hay lágrimas en su rostro. De él emana una mansa calma cuando, con gran sosiego y para mi mayor asombro, lo escucho decirte: Sheila no ha muerto.

¿A qué demonios se refiere? ¿Cómo que no murió? Si yo contemplé su figura inerte en la escalera, escuché a los paramédicos declararla oficialmente muerta, puedo ver su cuerpo pálido dentro del féretro en este momento. ¿Qué quiere decir?

Ya vamos camino al balcón, con el pretexto de fumar un cigarrillo, pero con la tácita intención de poder hablar a solas, cuando tu primo me arranca de la muñeca en la que me llevas, diciéndote: préstame tu reloj. Quiero demostrarle algo al pecoso.

Cuando regreso a ti, ya deben ir como por el tercer cigarrillo. No entiendo muchas de las palabras que hablan, y pocas de las preguntas que te hace. Pero puedo ver tu rostro marcado por el alivio y que nuevamente enmarca una discreta sonrisa.

Despedirte de Sheila es ahora más sencillo. Durante la breve ceremonia del adiós, le dices que no te caben dudas de que pronto se reencontrarán.