lunes, marzo 13

Turquesa profundo


Mientras cortaba otra rebanada de esa hogaza recién salida del horno, decidí hacer oídos sordos a las bromas de mis compañeros de viaje. Nunca ha existido nada interesante en las palabras de guerreros cansados de tanta lucha.

Habíamos determinado seguir al jefe Netón por la interminable cadena de montañas que peligrosamente bordeaba el mar, llamada Costa de la Muerte. Esa posada fue nuestra parada obligatoria para obtener un poco de alimento, muy escaso en los últimos días.

De pronto mi divagante mirada se cruzó con la de la posadera. Ella continuó observando los rostros de los presentes, pero yo no pude retirar mis ojos de ella. Esas dos perlas, de un color turquesa tan intenso, aún enmarcadas por las arrugas de la edad, esa sonrisa, me recordaban tanto a Moira. ¿Sería ella?

Mi imaginación se transportó a muchos, muchos años atrás, cuando Moira y yo éramos como uno solo. Pude sentir nuevamente su piel rozando la mía, sus tiernos besos, sus caricias. La vi como la última vez: caminando de un lado a otro en nuestra huerta bajo la arboleda, recogiendo frutas para la cena. Nos sentíamos tranquilos en ese lugar sagrado de nuestra tribu, nuestro lugar. Hasta habíamos grabado en la corteza de muchos árboles “M-A”.

Su único atuendo, un faldón largo, dividido en gajos para permitir un movimiento libre, abría sus pliegues al ritmo de su movimiento. De su cuello colgaba un collar plano de oro, que se movía al son de su paso, permitiendo fugaces vistazos a sus pechos. Su cabello rubio y largo, caía a los costados de su cuerpo. Toda la imagen se enlazaba para convertirse en una visión divina. ¡Cómo amaba yo a esa mujer!

Pero la felicidad se interrumpía por el galopar de caballos. Giré y desenfundé mi espada, gritándole a Moira que corriera, pero ya los brigantes estaban sobre nosotros. Comencé a dar espadazos ciegos, y parecían ser al aire, pues logré derribar sólo a unos pocos, mientras caía herido sobre la tierra, desde donde pude observar cómo un guerrero la tomaba por la cintura y se la llevaba a toda prisa.

La sacudida en el hombro me hizo regresar al presente, mientras el capitán me decía

- Paga y vámonos.

Mis compañeros ya se estaban preparando para continuar el viaje. Le entregué las monedas de oro a la anciana de bellísimos ojos. Con una brillante sonrisa, me dijo:

- Gracias Alan.