sábado, julio 29

Maestro ...


Cuando sequé tus pies con mis cabellos, muy lejos estaba de imaginar las maravillas que me ocurrirían a tu lado, cavilaba sentada en esa roca, mientras esperaba que mi amigo apareciera para cumplir su promesa.

¿Habré sido yo, maestro, la que te habló con mayor sinceridad y sencillez, quizá a causa de mi ignorancia, al tratar de aplicar tus enseñanzas a la vida? ¿Acaso porque de todos los que te seguíamos era la que había vivido más? No por la longitud de mis años, sino por su intensidad.

Jamás he cuestionado tus enseñanzas por su veracidad. No. Me enseñaste el valor del amor, de extender mi mano a mis congéneres, la felicidad de la vida. Lo inútil que puede significar sacrificarte por los demás, cuando lo que debes hacer es causar y llevar las cosas a buen término.

¡Me enseñaste tantas cosas! Tú eres la verdad hecha carne.

Teníamos gran cantidad de mandamientos … y tú los englobaste en sólo dos: Amaos los unos a los otros como yo os he amado (sabiendo que el amor es la energía divina, la causa de la vida) y Ama a Dios con todo tu corazón (entendiendo que el concepto de Dios, ese soplo divino, es lo único que nos diferencia de los animales).

Si alguna vez (y tú sabes que han sido muchas) cuestiono alguna de tus verdades, es más que nada para entender el sentido de su aplicación, el cómo llevarla a la práctica.

Cuando nos hablas del amor … sí, entiendo que debo diseminar la calidad e intensidad de amor que me enseñaste, regarla como semilla, pero … ¿de qué forma?

Me resulta fácil amarte intensamente, y a mis hermanos, pero ¿usar el mismo amor con los desconocidos, con los que me son completamente ajenos, o mis enemigos? ¿Cómo, maestro?

O … ¿cómo amar a Dios con todo mi corazón, cuando ese corazón se ve estrujado por el diario vivir, perdiendo su capacidad de amor e inmiscuyéndose en tantas cosas sin importancia que nos rodean?

Se que probablemente me responderías … esa es la parte que debes descubrir por ti misma, no estaré siempre a tu lado.

Y el sólo pensar en tu partida, me causa tanta tristeza. ¿Cómo poder acostumbrarme a que me falte tu mano, para que acaricie mi melancolía? ¿Cómo hacer frente a la vida sin que tu eterna sonrisa me acompañe?

Ya me he acostumbrado a que tu bondad se refleje en mis acciones. Y así, tengo la certeza de que tu amor seguirá anidando en mi corazón, brindándome las fuerzas que necesito.